Atenas se convirtió, durante los primeros años del Imperio Romano en el auténtico centro de producción escultórica de la metrópolis. Siguiendo el ejemplo instituido por el emperador, los patricios romanos gustaron de decorar sus villas con esculturas griegas, inspiradas en el glorioso pasado clásico de la Atenas de Pericles.
Estas obras, a la griega, se creaban con funciones muy concretas. Algunas, destinadas a nichos o interiores, se pintaban o doraban y otras, ejecutadas para exteriores, se dejaban al natural. Las copias no tenían que conservar, necesariamente, las medidas y composición exacta de los originales. Generalmente se tallaban en Atenas y se exportaban a Roma casi terminadas, a falta del pulido final para evitar que se deteriorasen en el transcurso del viaje. Si la clientela era especialmente pudiente, podía suceder que se hiciera viajar también a los escultores para completar el trabajo en el destino.